UN VIAJE A MI MUNDO: Tercer capítulo, EL ABOGADO

Sentada en el sillón de trabajo y con el paso del tiempo te preguntas cómo has llegado hasta aquí, ¿fueron aquéllas compañías del bachillerato las que te arrastraron? ¿había algo de aventura y ensoñación que te empujó a ello?. Eres demasiado joven cuando tomas la decisión de ingresar en la Facultad de Derecho y seguramente el sistema académico universitario y tu escasa perspectiva te impiden descubrir un mundo de estructuras ideológicas y ontológicas, cual los pilares de una catedral, sobre los que se sustenta la sociedad; la belleza del mundo clásico en el que descansa el derecho romano y su inmortalidad; el esfuerzo titánico de las compilaciones napoleónicas o la justeza de una sentencia bien construida.

         Todo eso se me escapaba a mi, al fin y al cabo una adolescente en búsqueda constante de libertad. Esa que creí encontrar, aún muy joven para comprender, si me alejaba del mundo encorsetado del funcionariado por el que abogaba mi familia ansiosa de seguridad para el infinito y dudosa de mi futuro de fémina en el mundo de la abogacía, donde solo nadaban peces y muy pocas sirenas, si se me permite este despiste lírico.

         Pues bien, si,  fue la libertad la que me llevó a las playas del ejercicio de la abogacía de donde puede pender en muchas ocasiones una cadena tan gruesa que evite cualquier movimiento. Una profesión de orgullosos y soberbios la denominaba mi maestro, siempre en liza con otros, jueces, contrarios y letrados, a los que pretendes ganarles la partida. ¡Qué lejos quedan las bellezas y bondades jurídicas que apuntaba en mi primer párrafo!.

           Tras algunos años, pocos, en los que te dedicas al paseo, el desayuno y a darle la lata a los funcionarios judiciales por las más absolutas naderías, te ves envuelto en una vorágine del todo ajena a lo anterior y miras con estupor el capítulo de la serie Ally McBeal, ya que mientras ella baila en el bar de debajo de su bufete después de un día agotador en los tribunales con la frescura de quien acaba de salir del salón de belleza, tu te desplomas en el sofá dejándote envolver por las melodías de Vonda Shepard, mientras te acaricias tus doloridos pies víctimas de los tacones e intentas desconectar del cliente, del plazo, de la factura, del juicio; y todo ello, cuando los abogados éramos los más pertinaces fumadores, envuelto en una nube de tabaco tranquila, etérea y saboreada porque ya son las nueve de la noche.

 

Cómo desconectar es el gran reto de los abogados. Alejarte de la vida de los otros para vivir tu propia vida, tener tus propias ideas y no hacer tuyos los puntos de vista del cliente, lucir tu ropa en sintonía con tu piel alejada del uniforme, disfrutar con un Hopper, una copa de Jameson y La Fuerza del Corazón de Alejandro Sanz.

La empatía con el cliente es algo complejo: palabra que se formó para indicar la participación objetiva, reflexiva, crítica  y profunda de un individuo en los sentimientos, conducta, ideas, posturas intelectuales, etc. de otro y la comprensión íntima de su situación vital e intelectual, diferenciado de simpatía como expresión de una participación o comunidad de sentimientos y afectos, pero de carácter subjetivo y no racional, como una afinidad espontánea que es lo que te exige el cliente. Siempre será importante diferenciar las dos cosas porque en un  segundo puedes pasar de liberto a rehén.

         Pero también ese momento de angustia y derroche de horas pasa a lo largo de la vida profesional: el exabrupto del cliente, el desasosiego, la falta de sueño y de cobro, el desplante de S.Sª…, adquieres eso que denominan prestigio y las aguas parecen volver a su cauce. Disfrutas del artículo jurídico, se te escucha reverencialmente en las reuniones, te liberas de la esclavitud del traje de chaqueta, aparcas algo o mucho el teléfono y aunque sigues sin bailar al final de la jornada en el bar de debajo del bufete y ya no fumas, reúnes tiempo para disfrutar de un buen libro o una buena conversación con tus amigos.

         La vida al servicio del cliente es muy perra y hay que procurar dejarla atrás, trabajar muy duro los años claves de tu ejercicio profesional y labrarte una vida personal que no te lleve, como hemos visto tantas veces, a refugiarte del  mundo exterior entre las paredes de tu oficina.

He conocido muchos abogados y he de reconocer que aunque se tiende al estereotipo, los hay clásicos o conservadores, bohemios, ilustrados y lerdos, aburridos y chisposos, todos con un bagaje de anécdotas y situaciones delirantes inimaginables con las que Allen o Almodóvar alucinarían. Las bibliotecas de los colegios de abogados abundan en libros escritos por juristas donde el chascarrillo y la frivolización de nuestra dedicación son moneda de cambio. Es posible que haya que sobrevolar por encima de la profesión a veces con una sonrisa, pero en general es bastante serio lo que nos jugamos en la mesa de nuestro bufete o paseando concentrados por los pasillos judiciales vestidos con nuestra toga.

Que el cliente no se de cuenta de nuestra preocupación o de nuestro desapego es nuestro reto, un mundo insondable en el que nuestro cerebro bulle sin que nadie lo pueda oír.