UN MUNDO DE PALABRAS

     La búsqueda de las palabras siempre incierta y, las más de las veces, insegura es lo que nos une tanto a juristas como a escritores, la eterna corrección de los textos, la mala fortuna de no haber encontrado una fórmula que se nos aparece  siempre como visita inesperada después de la publicación.

     Y luego está el argumento. Juristas y escritores ambos debemos convencer y entretener, ambos intentamos dar credibilidad a nuestra tesis. Lo que no está en los autos no está en el mundo, predica el viejo aforismo. Cuando te sientas en ese rincón con tu preciado libro, el resto de la vida se desdibuja y solo está la historia que transcurre hoja a hoja y capítulo a capítulo.

         Que unos y otros seamos capaces de convencer de esa tesis en el caso de los abogados, o de subyugar con la historia  en el caso de los escritores, es de una complejidad que escapa a nuestro universo. Como en la novela que a continuación recomendaremos, el escritor y el lector se unen de forma umbilical y de tal manera que no son nada el uno sin el otro y cada pálpito del primero se reproduce en el segundo como las ondas de un lago al lanzamiento de la piedra; mientras, cualquier suceso que ocurra en la vida de nuestro lector, ya sea este un magistrado o el estudiante curioso amante de los libros, ilumina de forma diferente la historia que tiene delante. Estos últimos, son los dioses que juzgan, pero como los dioses griegos, a veces inhumanos, vengativos u olímpicos en sus sentencias.

         Tenemos el inmenso honor, no existe otra palabra, de estar muy cerca de dos plumas inconmensurables que inaugurarán este rincón social: Antonio Jiménez Casero y Javier Lasheras Mayo. Ambos se encontraron sin ellos saberlo en un momento, en un punto geográfico de nuestro mapa, la tierra de  Extremadura.

         Azuaga y Don Benito verían cómo, en un ejercicio de contorsionismo, dos de sus hijos se replegaban hacia este Sur sevillano y mientras que uno permanecía aquí atrapado en el amor de una mujer, escribiendo de una forma u otra sobre el amor a su tierra; el otro, también por amor, se alejó hacia el verde norte y convirtiéndose en un hombre de  tres culturas.

 Antonio Jiménez Casero.

Antonio Jiménez Casero

 Antonio acaba de presentar libro y nos reunió en un acto que, si no fuera por lo singular y destacado del entorno que eligió, presagiaba, por la hora y el día de la semana, los peores augurios. Llenó el salón y nos dejó a todos con el regusto de haber oído al sabio, al amigo, al Cuentacuentos, al erudito, de haber convocado a esa ciudad oculta deseosa de salir a oír palabras e historias como aquel público que escuchaba por los caminos a los contadores de la legua. Esa ciudad que existe, pero que se ve tapada por el fundido que producen las luces de tanta belleza, que hasta daño le llegan a hacer.

Leer a Antonio y leer a Javier es volver a Góngora, Rubén y Juan Ramón, y no hablamos de estilos literarios, ni fórmulas lingüísticas, que para establecer parámetros de ese calibre hay que tener una preparación de la que carecemos, sino de las palabras, el tesoro de las palabras, la gratitud que les debemos por enriquecer el cofre de nuestro lenguaje.

Una oyente apuntaba palabras mientras transcurría el acto para poder volver a usarlas.      ¿Si conociéramos más palabras nos entenderíamos mejor o construiríamos un mundo mejor? Para leer el libro de Antonio, Medea murió en Corinto, solo se necesita un buen rellano y una buena luz, aunque lo deseable sería que el propio autor con esa voz y esa cadencia que le caracteriza, nos fuera leyendo capítulo a capítulo como se lee a los niños que están ya en la cama.

 Javier Lasheras Mayo.

Javier está preparando la presentación de su nuevo libro ya editado y premiado, El peso del aire, pero mientras llega esa primavera de ferias del libro y flores de san jordi, siempre pueden disfrutar de sus poemas, leerlos y releerlos hasta que las palabras y las imágenes floten en su mente como pompas de jabón que decía el otro poeta sevillano.

No somos críticos literarios. Ellos son nuestros amigos, nos aportan belleza y deleite, nos aportan palabras, nos ayudan con su escritura a descubrir lo que se oculta tras  la oquedad del día a día.

Carmen Pérez Alfonso.

A continuación os invitamos a que disfrutéis de la lectura de Dos Poemas Publicado el 18 noviembre 2016 por Javier Lasheras bajo Lectura, Libros, Literatura, Otoño, Poemas.

Estos dos poemas Credo y La huida  pertenecen al libro inédito El cielo desnudo.

 

Credo

Creo en tu cuerpo cuando se envuelve en el suave torbellino de la noche, en la mirada astral de tus ojos escrutando mi palabra, es decir, mi alma. Creo en el alto acantilado de tu cuello y tus hombros donde se despeñan las gotas de agua que te erizan y palpan, guerrilla de caricias insurrectas.

Creo en nuestra huida clandestina y en el trabajo de tu sonrisa, en este viaje a la tierra de ninguna parte, a los mares de no sabemos cuándo ni dónde pero siempre a la revuelta de la esquina en la calle de cualquier sitio.

Creo en el horizonte que nos despierta y en el sol que nos duerme, en los tragos de vino que nos mete racimos de vida en sangre, en la pericia de tu boca y en la astucia de tus manos entre las flores.

Creo en la levedad de tus pies cuando pasan ligeros entre la hierba y se plantan sobre el terrazo de la estancia, en su música cuando alucinan y despegan.

Creo en la ebriedad de los días y en el derribado corazón de la noche, en la honda soledad que gobierna y amamanta las raíces de los sueños, en el duelo y en la herida cuando nos asalta aquello que no pudimos, que no quisimos, que no supimos o fatalmente no nos dejaron.

Creo en la cordura que nos exime de la culpa, en esta corta y dura subida al monte de la vida, en los ángeles vagarosos que iluminan nuestros pasos mientras caminamos por la espesura de ciudades y noches desconocidas.

Creo en la alegría de la tierra cuando sangra amapolas y en el vértigo de este menoscabo veloz hacia ese imperio anónimo que nos arruga y envejece como un atardecer que quisiéramos parar con un gesto sólo.

Y creo en ti, avivada y desnuda, cuando giras la manilla de la puerta
y me miras desde algún lugar en el centro de tu miedo, animal y perdida..

 La huida

Me pasé la infancia con los ojos perdidos
en un horizonte de cobaltos y girasoles,
un tiempo mecido entre cal, alberos y azahares
y cuando no mirando las piernas de mi madre,
suaves y largas, cruzadas en ese y ofrecidas al sol
de una playa refulgente y solitaria, de otro mundo.
Leía no sé qué libro recostada en la hamaca:
recuerdo el rojo de las tapas duras, sus manos
de actriz exquisita con las uñas de caramelo
—mi memoria aún huele la laca y la acetona—
y la media sonrisa fatal de aquella época
no sé si histérica y alcoholizada,
perturbadora en cualquier caso.

¡Era tan acogedor quedarme allí atrapado, mirándola!

Llevaba unas gafas de sol de pasta negra
y un pañuelo de Hermes recogiendo su pelo.
Al fondo había un hotel. Solo uno. Solo ella
y un café futurista, encerrado
en una urna de cristal opaco:
el aire acondicionado
me helaba el corazón.

Alguien dijo: «Afuera es un infierno».

Mi madre pidió una ginebra con mucho hielo:
tiempo después descubrí que mi abuela
la recomendaba para los dolores menstruales.
Yo pedí una Coca-Cola:
guardo una fotografía de ese momento.
Mira, aquí la tengo,
y ahora me pregunto, en la inquieta distancia de los años,
quién sería el autor de aquel disparo.
Luego encendió un cigarrillo: un More
de color negro y chocolate tan fino y largo
como sus piernas, toboganes de miel caliente.

Recuerdo el humo azul saliendo de su boca:
la elegante melancolía de su mirada
sobre una tarde que hería la vida por dentro.

Me gustaba cuando nos llevaba al cine de verano:
mis hermanas mayores flirteaban al fondo
mientras ella fumaba uno y otro y luego,
cuando cruzaba las piernas, todo era fundido
a noche oculta. El humo se esfumaba por los sueños
de la pantalla y al fin el sueño me desvelaba del ensueño.

Ahora, cuando atisbo el horizonte
adonde van a morir los ángeles,
sigo teniendo las mismas ganas
de huir lejos y sin nombre,
donde nadie me encuentre,
sin otra maleta para el camino
que aquella luz, aquel amor, todo ese tiempo.

 

 

 

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