El siglo de Orson Welles, el quijote que pudo torear

Juan Luis Pavón

Tribuna para el suplemento nº 5 de ‘Umbrales’Orson Welles en los años 40

 

Qué formidable cruce de caminos y experiencias fue la Sevilla de 1927. ‘Seguro azar’, como tituló su segundo libro de poemas Pedro Salinas, por entonces catedrático en la Hispalense. En 1927, el encuentro de jóvenes poetas que reivindicaban en el Ateneo a Góngora, y disfrutaban de la hospitalidad del torero Ignacio Sánchez Mejías como mecenas, ha sido cosificado por la Historia como el kilómetro cero de la Edad de Plata de las letras españolas. En ese año, viajó por España, y recaló fugazmente en Sevilla, un adinerado empresario norteamericano llamado Richard Head Welles, que había hecho fortuna fabricando camionetas. Quería conocer al torero Juan Belmonte, cuyo revolucionario estilo en la lidia lo había convertido en un personaje fascinante y de resonancia mundial. Belmonte fue portada de la revista ‘Time’ en 1925. Y ese viajero virginiano traía de la mano a su hijo George Orson, de tan solo 12 años de edad. Un niño educado para ser artista polifacético. Hasta el punto de que, dos años antes de descubrir Andalucía, era un colegial tan talentoso que ya había dirigido su primer espectáculo teatral, nada menos que sobre ‘El extraño caso del Doctor Jekyll y Mister Hyde’. El próximo 6 de mayo se conmemora en todo el planeta de la cultura el centenario del nacimiento de ese niño. Orson Welles. Quijote del cine y torero de la vida.

 

No podía ni imaginar Manuel Chaves Nogales, cuando le seguía los pasos a Belmonte para biografiar al hombre que desafiaba a la muerte, y convertir el periodismo en cumbre literaria, que durante los meses de verano de 1932 quizá alguna vez se cruzó por las calles de Sevilla con un fuera de serie en ciernes. Un yanqui bohemio de 17 años, procedente de Tánger, que ya había hecho teatro en Nueva York y en Dublín, y disponía de pecunio extra en el bolsillo para sus devaneos sevillanos porque era capaz de escribir con suma fluidez, a miles de kilómetros de distancia, historietas policiacas tipo ‘pulp fiction’ por encargo de los periódicos populares de las metrópolis norteamericanas, donde las publicaba con seudónimo. Un aventurero alojado durante meses en un corral en Triana donde compartían patio vecinos, prostitutas y foráneos. Tan dispuesto a probarse capaz de triunfar en todo lo que se le antojara, libre y libérrimo, que se fajó para ser torero como si lo hubieran parido a la vera de un tentadero. El Americano se hizo llamar. Y buscó cuadrilla y novillos. Y también pagó quien le diera clases de lidiador. Y sintió los clarines del miedo. Y salió indemne de esa vertiginosa experiencia ante los pitones y ante los entendidos. Orson Welles. El donjuanesco personaje que regresó a Estados Unidos y debutó a portagayola en la radio y en el cine para cambiar la historia de la comunicación y de la cultura.

 

Craso error se comete si se quiere reducir el interés por Welles a su pasión por la tauromaquia, de la que fue testigo directo Bernardo Víctor Carande como fotógrafo en el callejón de la Maestranza y, sobre todo, como chófer y secretario del cineasta en sus idas y venidas por la España de los años cincuenta y sesenta. Welles es Patrimonio de la Humanidad. La magnitud de su legado y la vigencia de sus desafíos como artista total, como un clásico contemporáneo, están muy por encima de banales anecdotarios feriales o de tópicas imágenes del Nodo. Así sea en Sevilla como en las antípodas.

 

Mal que le pese a los folcloristas, la verdadera dimensión y grandeza de Chaves Nogales (ya que lo hemos traído a colación), está en su clarividencia intelectual como europeo de su tiempo en defensa de las libertades y en contra de los extremismos, y en su maestría narrativa para gustar simultáneamente a públicos de diversos países con un estilo moderno a la par que inteligible. En el caso del autor de ‘Ciudadano Kane’ y ‘Sed de mal’, ya en vida fueron legión los críticos y los artistas que supieron ver a las claras la lección magistral que rezumaba de sus películas, de su prodigioso dominio del montaje. Los enemigos de la libertad lo quisieron caricaturizar como un ‘enfant terrible’      manirroto, como un provocador, como un incorregible ‘bon vivant’. Como un ocurrente fumador de puros propenso a engordar. En realidad, el verdadero Welles es el que ha versionado mejor que nadie a Shakespeare para abocarnos en las pantallas de cine a los meandros de la condición humana. Ninguna otra figura del cine ha sido mejor seguidor de la sabiduría de Cervantes, hasta el punto de adoptar a Don Quijote y Sancho Panza como fieles acompañantes en su ‘exilio’ europeo desde que los productores de Hollywood le dieron la espalda a su descomunal y envidiado talento. Veinte años llevó a cuestas su trompicada filmación de un ‘Don Quijote’ eterno y moderno. Siempre inacabado y siempre en su mente, como si no quisiera entender la vida sin sentirse a la vez loco y cuerdo.

 

Sus cenizas están en el pozo de la finca del torero Antonio Ordóñez cerca de Ronda. Pero su siglo está vivo y envejece muy bien, ya sea en celuloide o en DVD. Si, además de disfrutar con su filmografía, descubren la lucidez de sus ensayos culturales, la certeza de sus análisis políticos, y sus contribuciones a la dignificación de la televisión como emisor de producciones de calidad, apreciarán que Orson Welles es a la vez un enciclopédico libro abierto y un misterio fascinante. Como las pinturas de Goya. Como los relatos de Kafka. Como el adagio de Albinoni. Como la mirada del viejo bufón Falstaff que ha oído en sus adentros el eco de las campanadas a medianoche.

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