La obra de arte soy yo

De la Torre del Oro al Polígono San Pablo.

 

Hace tiempo que no escribo, aturdida por el devenir complejo de cada día, pero si algo me interesa en estos momentos y me lleva a la reflexión de estas líneas es el arte que se está promoviendo, visualizando y desarrollando en las calles. Ese grafitero gamberro que molestaba a la vecindad con sus sprays de colores ha encontrado un sitio que no solo nos tranquiliza en cuanto ciudadanos —no soporto la manoseada palabra ciudadanía que más bien hace referencia a un pasaporte que a otra cosa—, sino que eleva la pintura en muro a la categoría de arte magno donde disfrutamos embelesados.

Todos hemos admirado al mejicano Diego Rivera y sus murales portátiles de profundas raíces indigenistas; sin embargo, esa eclosión desorganizada de los años noventa del pasado siglo y primer decenio del presente, no hacía prever que la protesta indignada y desaforada del marginal en las puertas de nuestras viviendas alcanzaría las cotas artísticas de tantos muros abandonados por la vecindad y sus políticos.

Mi descubrimiento, o si se quiere mi toma de conciencia y la admiración con que lo contemplo, nació si no recuerdo mal, allá por el verano de 2011. Paseaba yo una noche infernal de agosto con el periodista sevillano Juan Luís Pavón por los recientemente remozados Jardines del Cristina buscando algo del sosiego refrescante que da la foresta, cuando se le ocurrió que cogiéramos el coche y nos fuésemos al Polígono de San Pablo.

La idea no me entusiasmó demasiado por la imagen preconcebida de que periferia es igual a peligro, pero aun así, allí nos fuimos a altas horas de la noche.En el silencio de la madrugada descubrí, no sin la participación del vecindario que se sentaba buscando el fresco en los portales, un mundo grafitero que era más bien un arte vociferante, desgarrado y bello de todo lo que le ocurría al barrio y a sus gentes. Quedé subyugada tanto por el descubrimiento como por la comodidad que supuso la orientación que nos daban los vecinos para que siguiéramos descubriendo sus murales. Calles ignotas para mi, bloques ocultos, pinturas con tendederos, un mundo de creación en la cuna de la marginalidad sevillana. No pudieron ser más amables con nosotros, hasta orgullosos de enseñar su barrio.

He tenido el privilegio de visitar en Miami el barrio de Wynwood, en los años cincuenta asentamiento de portorriqueños, con sus casas de una planta en su mayoría, lleno de turistas, galerías, tiendas, restaurantes, donde hasta la parada del bus está pintada en el suelo. La obra de arte soy yo, rezaba una leyenda en ese mismo suelo; y es verdad, por contraposición al resto de Miami y exceptuando el Distrito Art Decò, en Wynwood te sientes protagonista y persona, te sientas al lado del grafitero mientras que te explica cómo está construyendo su obra, te llenas de colores, figuras, reivindicaciones más o menos explícitas, monstruos, sueños. Y todo ello se deja a tu imaginación: la obra de arte eres tú.

En 1941 los estadounidenses Lyle Goodhue y William Sullivan se acreditaron como los inventores del moderno pulverizador.​ Durante la década de 1940 se llevó a cabo una producción masiva de aerosoles en los Estados Unidos. Habían nacido los pinceles del grafiti. Los buscadores de la Cosa están llenos de historias que ilustran y enseñan todo lo habido y por haber sobre esta nueva expresión artística (nueva si nos olvidamos de las Cuevas de Altamira y otras minucias), pero lo que me preocupa es lo poco protegida que se encuentra.

 

Pintar sobre un soporte que no es de tu propiedad, y casi imposible de transportar sin causar daños estructurales, condena al artista a la servidumbre hacia el propietario, a la intemperie, al abandono. ¿Podemos permitirnos ese lujo simplemente porque los autores son desinteresados y bohemios? Ante las maravillas que he visto tanto aquí en Sevilla como en Nueva York, o La Laguna, de verdad ¿podemos dejarlos morir sin protección? Seguramente, de momento, sí.

La ruta de esta Sevilla moderna, o postmoderna, que venden nuestros próceres pasa por muchos sitios, pero no olvidemos que recorrer el Polígono de San Pablo con autobuses llenos de turistas, implementarlo en las guías y recomendarlo en los mostradores de turismo, hará que el barrio se llene de tiendas, restaurantes, galerías y sobre todo de gente que verá que esta ciudad, mi ciudad, late con muchos corazones, no solo los de las tres culturas, sino con el corazón prestado de Wynwood.

 

Carmen Pérez Alfonso.

 

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