VÍVID SIDNEY

Tal y como lo pronuncian los australianos el acento lo hacen recaer en la primera í. Vívid Sidney consiste en un espectáculo lleno de luz y sonido que entre otros eventos estalla, por así decirlo, cada noche sobre la bahía  de la ciudad iluminando la  Sidney Ópera House, el Harbour Bridge, el skyline y los jardines del Royal Botanic. Es de tal belleza  que se hace difícil resistir el síndrome de Stendhal. Así que me dispuse, en ese junio otoñal de los mares del Sur, a vivir Sidney con la ansiedad y la premura con que quiere uno descubrir  una nueva ciudad, un nuevo amigo o un nuevo amor. Y qué mejor manera de gozar de la ciudad que empezar por su bahía que, por encima de bellezas incontestables como la de San Francisco, Manhattan o la mismísima Lisboa,  podríamos denominarla la  Bahía por excelencia,  tal es la envergadura y grandiosidad de la de Sidney.

         Caminas alrededor de Circular Quay, rodeado de gentes a todas horas dispuestas a transitar en barco como si de autobuses se tratara, plena de restaurantes, con el metro vomitando aún más gente, y piensas que están todos allí, que no puede haber otro sitio que contenga más seres humanos, así parece su aglomeración. Rodeas el embarcadero y apareces en su barrio portuario, de Rock, con genuino sabor decimonónico y pionero que te traslada enseguida a la época en que Australia era una alejada e indeseada cárcel de prisioneros europeos primero, y luego de aventureros dispuestos a desbrozar y domar tan salvaje naturaleza. Si tomas una cerveza australiana en el Hero of Waterloo, una taberna con ciento setenta años de antigüedad con música en vivo y donde todo el mundo corea las canciones con la jarra en alto como en la más viva estampa colonial, podrás prepararte para acometer la subida del Puente, bien paseando por su amplia acera o bien subiéndote con unos arneses a lo alto de la estructura de hierro. He de confesar que tengo vértigo y elegí la primera opción y así, con el espíritu insuflado de tres cervezas pude acometer  unas grandes escaleras y transitar por el Harbour Bridge hasta la otra orilla de la bahía a llenarme de nuevo de emoción al poder contemplar las siluetas que tantas veces he visto pero que casi podía tocar. Te demoras y demoras en la contemplación como si tu retina nunca tuvieses bastante: las siluetas de la Ópera, uno de mis sitios icónicos, perfilan y saludan a los barcos, a los ferrys, a los transatlánticos, simulan conchas marinas; sin embargo, yo diría que más bien pareciera una inmensa catedral del mar donde peregrinos de todo el mundo se paran a rendir pleitesía, más que a los santos o vírgenes, a las maravillosas voces que allí han sonado y que parecieran atrapadas entre sus pliegues de cetáceo.

        No dudé en asistir a una ópera, Madama Butterfly, cuyo montaje contemporáneo colmó todas mis expectativas, tanto que dudé de su final y ante tanta belleza me planteé si el Capitan Pinkerton sería capaz de evitar el inefable Hara-kiri de Cio-Cio San proclamándole su amor eterno o si en una pirueta espacio temporal sería el Capitan Cook el que la sedujera y la llevara con él por las islas de la Polinesia.

         Descubres una ciudad limpia, ecológica, repleta de jardines que casi comunican unos con otros y con el mar; cada uno de sus barrios tiene una pequeña o no tan pequeña marina donde los palos de los barcos, huérfanos de velas, te saludan en una danza cuyo compás le marca la brisa del viento.  El ibi, espectáculo insólito en nuestras ciudades europeas, pasea con el mayor desparpajo por la ciudad haciendo gala de su infinita elegancia, eso por no recordar el nombre de otras aves que también son urbanitas y que no tienen el menor empacho en transitar por sus aceras. Salir a la calle en Sidney es salir al mar y encontrarte además con unas gentes que siempre te saludan y sonríen al cruzar tu mirada con las suyas, como antiguamente se hacía aquí en los pueblos; que están continuamente en las calles, en los bares, en las cafeterías, como el más mediterráneo de nuestros vecinos y que hacen que la ciudad vibre de actividad y lo que nosotros llamamos bulla.

          Pero muy cerca la ciudad  esconde un tesoro que hace que el viaje a Australia ya te valga la pena y se mantenga para siempre en tu memoria

          En la Estación Central puedes tomar un tren con destino a las Blue Montains. Tras dos horas en que el paisaje se va convirtiendo poco a poco de urbano en forestal, apareces en Katoomba, verdadero enclave de película del far west, donde el tiempo solo ha cambiado los rótulos de los comercios que ahora son de neón. Allí existe un albergue, el YHA, donde te acogen y puedes acomodarte en un gran salón con varias chimeneas, sofás y juegos de mesas que te harán más soportable el frío exterior. Toma un café, se recomienda Capuccino porque la otra opción es el americano, y estudia  qué ruta que vas a seguir para descubrir las montañas.

       

  Un primer acercamiento te llevará hasta el mirador Echo donde casi perderás la perspectiva, dada la grandiosidad con que se dibujan los valles – solo comparables a una visión del gran Cañón del Colorado, éste con tonos rojizos- y los inmensos eucaliptales con setenta y cinco especies diferentes  que al entrar en contacto con la luz del sol descomponen el color de su aceite y lo bañan todo de una bruma azul. Ya sobrecogidos por esa inmensidad te detienes en deleitarte con las Three Sisters en el valle de Jameson; Gunnedoo, Meehni y Wimlah, tres princesas indígenas convertidas en rocas en virtud de un hechizo que pretendía salvarlas de unos amores imposibles. Y entonces, tan presa de la magia como las tres hermanas, te dispones a una caminata de siete kilómetros por el camino del Príncipe Henry que los australianos te venden como de fácil tránsito pero que como pude comprobar no estaba exento de serias dificultades en algunos momentos. Cascadas, cañones, restos mineros y selva intrincada se pierden en un subir y bajar brumoso que les confiere continuamente una atmósfera de cuento de hadas. El frío, hacía un grado celsius, se combina con el sudor de la dureza del camino y la excitación que supone verte rodeado de precipicios, lianas y una cierta oscuridad constante dado lo boscoso de la caminata.

         Nos arremolinamos todos los visitantes al caer de la tarde, momento culminante en las montañas, en el Mirador  en espera de príncipes y dragones; y después, con el espíritu lleno de fantasías, te diriges al Yellow Deli, cafetería y restaurante, donde con un buen té indio te dedicas a rememorar delante de su chimenea todo lo que has vivido.

         Y después, ya puedes seguir viajando hacia otros destinos.