UN VIAJE A MI MUNDO: Segundo capítulo, El JUEZ.

        Durante los años ochenta la barra del bar del Juzgado, situada en los sótanos del edificio, estaba convenientemente separada por zonas: abogados, procuradores y clientes se situaban de forma ordenada en el espacio que de manera tácita les estaba asignado. Los jueces desayunaban o tomaban su aperitivo en una esquina del bar separados del resto de los que allí acudían por una pared que protegía sus conversaciones y resguardaba su intimidad.

         Esto forma parte de uno de mis primeros recuerdos en el ejercicio de la abogacía, que consistía en pasar más horas en la cafetería que en las dependencias judiciales, bien fuera fruto de mi juventud o de la escasez de mis pleitos.

         Con ello, evoco mi primera toma de conciencia con el poder y la autoridad que emanaban de aquellos togados y que hacían que su tostada y su café fueran protegidos de la curiosidad ajena como si el hecho natural de sus desayunos  hiciera de la Justicia que impartían algo menos elevado y excelso.

 

Sirva esta anécdota como excusa introductoria porque la verdad es que han hecho del principio de serlo y parecerlo una máxima que les mantiene alejados del resto del engranaje judicial  en general y de los ciudadanos en particular, a salvo, claro está de sus relaciones íntimas o familiares.

 

Jueces que dependen del Poder Judicial como tercer estamento del estado democrático, Letrados de la Administración, antes Secretarios Judiciales, que son funcionarios del Ministerio de Justicia, y funcionarios que prestan servicios para la Consejería del ramo de su Comunidad Autónoma. Un dislate que diría alguien a quien conozco ¿se imaginan semejante ordenación en una empresa privada o incluso en una familia?.

         Cada uno pues se relaciona con los suyos y si se quiere busca protección y comprensión en sus pares.

         Pero siguiendo con los protagonistas de estas líneas, a veces he reflexionado sobre el daño emocional y psicológico que debe suponer para un joven de veinte y pocos años aislarse de una vida ligera y divertida, social, sexual y callejera para recluirse en una habitación en que solo habita con textos que ya están extensamente publicados y comentados en Internet. Memorizando  leyes que a la hora de cantar el tema en la oposición, como así lo denominan, han sido derogadas o modificadas en su conjunto.

         A ese joven, a ese viejo prematuro, carente de experiencia vital, empresarial, doméstica y que,  en fin,  sigue siendo aquel niño grande que era cuando se recluyó a preparar la oposiciones, lo hacen garante de vidas y haciendas y le encargan dilucidar dónde debe estar el fiel de la balanza en las cuitas humanas ya desgastadas por la dureza del litigio.

         Observo casi con ternura maternal jueces embutidos en sus togas, de caras angelicales, que a veces no son capaces ni de mirar a las partes en conflicto de puro miedo escénico. El cliente te mira y le comprendes ¿es éste el que va a sentenciar mi asunto?.

         El tema y los personajes darían para mucho más que las líneas que me he autoimpuesto. En el otro lado, están los Magistrados mayores y aburridos que parece que no pudieran ni teclear el ordenador, así de parcas y pobres son sus resoluciones en vía de recursos. Jueces estrellas como Garzón, Alaya y Castro, cada uno de ellos,  junto con otros, víctimas de su propio vedetismo, como si anduvieran a la caza del glamour perdido en los años de estudio. Jueces educados, maleducados, groseros, que abren la boca de aburrimiento sin piedad ante el justiciable, jueces que reciben y hablan con abogados, jueces inaccesibles. 

         Cada uno de ellos convencido de que imparte y reparte un absoluto solo al alcance de los dioses: la Justicia.

         Una Justicia tamizada por el cariz de su propia jornada, su ideología, sus relaciones personales o patrimoniales, su salud y tantas y tantas variables que hacen de ese absoluto un juego muchas veces peligroso. Resoluciones ininteligibles, erráticas y poco documentadas que sorprenden a los ciudadanos, conviven con algunas, pocas, de más elevada altura.

         Recomiendo encarecidamente un libro de Ian Mcewan, titulado La Ley del menor, donde por encima de las circunstancias familiares de su protagonista – la juez Fiona Maye- , de la historia procesal que desarrolla,  y del hecho de que debería leerse obligatoriamente por todos los aspirantes a la judicatura durante el periodo de preparación de oposiciones, pone de manifiesto la búsqueda por parte de la Magistrada de un orden, de una estructura armónica, así como un empeño en el convencimiento del otro muy alejado de nuestros parámetros judiciales. Derecho continental frente al derecho anglosajón o  common law.

          Transcribo a continuación unas líneas del libro sacadas de la resolución que dicta la juez en un asunto relativo a la negativa de un testigo de Jehová, menor en ese momento, a someterse a una transfusión de sangre.

 “Este tribunal no adopta un criterio sobre la vida de ultratumba, que en cualquier caso A descubrirá o no por sí mismo algún día. Entretanto, en el supuesto de que se recupere bien, el bienestar se lo procurarán más bien su amor a la poesía, su recién adquirida pasión por el violín, el ejercicio de su aguda inteligencia y las manifestaciones de un carácter jovial y afectuoso, y toda la vida y el amor que tiene por delante…Tiene que ser protegido de su religión y de sí mismo. No ha sido fácil resolver este asunto. He tenido muy presente la edad de A, el respeto que debemos a su fe y la dignidad del individuo que reclama su derecho a rechazar un tratamiento. A mi juicio, su vida es más preciosa que su dignidad….”[pág.124, Anagrama editorial]

         ¿Amor a la poesía? ¿pasión por el violín? ¿carácter jovial y afectuoso? ¿ponderación de la vida con la dignidad?. Pero, de qué hablamos, ¿esté artículo no iba sobre los Jueces?

 

         Fdo. Carmen Pérez Alfonso
              Licenciada en Periodismo